La transmisión y pervivencia de los mitos y leyendas clásicos grecolatinos en la literatura posterior resulta ser un proceso dinámico de transformación y actualización, en el cual la tradición (continuidad) y la recreación (innovación) se complementan en una simbiosis dialéctica. Los mitos, con sus dioses, sus héroes y heroínas resultan polivalentes, susceptibles de ser interpretados y encajados de modo diverso. La manera (consciente o inconscientemente) creativa de que cada época, cada autor o artista adapta o reelabora este material refleja las ideas, la cosmovisión y las preocupaciones de esa época posterior. El presente trabajo sobre la comedia mitológica en el siglo XVII se concentra justamente en ese aspecto de «recreación», es decir, en el análisis de las nuevas implicaciones ideológicas y psicológicas que se incorporan al mito, con lo cual la sustancia mitológica se actualiza y – en vez de «reconstruir» el mundo antiguo del mito clásico – refleja más bien el contexto barroco: la mentalidad de un autor y de un público del siglo XVII. Mi objetivo no es un estudio de fuentes ni un estudio de la transmisión de un mito en particular a lo largo de los siglos, ni un inventario de las modificaciones correspondientes. Lo que me propongo estudiar es la comedia mitológica como construcción (retórica, literaria, ideológica, cultural, psicológica) donde, además del mito clásico (o la leyenda clásica) en cuestión, operan distintos intertextos y discursos, unos dominantes, otros más velados o marginales. La polifonía que así se crea cambia la interpretación del mito y, a la vez, nos hace vislumbrar no sólo la ideología barroca oficial y dominante, sino también lo reprimido: la conflictividad psicológica y las tensiones inherentes a la moral oficial de la época. Este trabajo forma parte de un estudio más amplio de una serie de comedias mitológicas que giran en torno a la dicotomía espíritu/cuerpo y alguna forma de transgresión, donde el deseo humano (la voz del cuerpo) traspasa los límites para lanzarse hacia lo otro, lo prohibido. La oposición binaria de espíritu y cuerpo, creada ya en tiempos muy remotos, no funciona como una simetría de dos términos equivalentes o complementarios, sino que se ha creado una jerarquía, al proclamar la primacía del primer término y, con ello, marginalizar el segundo. Esta forma de pensar es típica de nuestra cultura: una clasificación básica en binomios, en los cuales un término se convierte en la norma y el segundo es excluído o marginalizado, funcionando como «lo otro» (por ej.: el espíritu, lo blanco, lo masculino, frente a: el cuerpo, lo negro, lo femenino). La ratio (y el logos) se ha convertido en la norma dominante en perjuicio del cuerpo. Pero tal proceso no se realiza sin lucha en el individuo. El resultado no es una jerarquía ideal y perfecta, sino una jerarquía que tiene su fundamento en la fragmentación, la exclusión, la tensión, la alienación.1 Es aquí donde la literatura barroca encuentra uno de sus temas fundamentales. Época caracterizada por una cultura dirigida (Maravall 1980), por la imposición de una ideología (religiosa, política, social) oficial y la represión de «lo otro», el Barroco es también una época en la que las inquietudes subversivas salen a la superficie, a veces abiertamente, pero a menudo de forma velada, manifestando sólo huellas de una presencia suprimida o marginalizada2. Mi objetivo en este trabajo, por lo tanto, no es señalar una unidad de significado en la comedia mitológica que me propongo estudiar – o sea, destilar algún mensaje moral monolítico y totalizador – sino, por lo contrario, descubrir ese fondo de tensión y fragmentación que subyace a la supuesta unidad de la obra y, en general, al discurso y la ideología dominantes, impuestos por la cultura y la sociedad barrocas3.
Para dramatizar la temática de Virtus y Voluptas, la mitología grecolatina, de prestigio indiscutible, constituye un corpus interesante para el artista barroco, porque ese mundo antiguo le ofrece un espacio distante, pagano – que puede justificar o disculpar alguna disidencia ideológica – y una carga sensual hasta cierto punto aceptada (autorizada por la tradición) que invita a explorar por medio de ella los fondos suprimidos del cuerpo y el psique humanos, haciendo posible incluso la subversión de la norma4. La mitología pagana implica no sólo una concepción religiosa distinta, sino también una exaltación del cuerpo opuesta a la moral ascética propagada por la Contrarreforma.
Lo que llama la atención en las adaptaciones dramáticas de los mitos en el Siglo de Oro es la gran libertad con que se maneja el material. Por una parte, la historia mitológica, como publica materies (Horacio, De arte poetica), es un factor condicionante que por lo general parece impedir cambios demasiado grandes y revolucionarios. En este sentido, es válido lo que Lindenberger (1975) señala respecto al drama histórico5. Por otra parte, resultan notables las transformaciones que los dramaturgos del Siglo de Oro se permiten a veces; los diversos factores que dictan tales modificaciones resultan igualmente decisivos. Importante factor condicionante es el género dentro del cual escribe el autor; el género dicta sus propias leyes. En el género dramático el dramaturgo se ve ante la difícil tarea de mantener viva la atención de un receptor colectivo, un público heterogéneo, durante unas dos horas. Además, en el drama el autor tiene que presentar la historia mitológica no como narrador (telling), sino dramatizándola efectivamente (showing): es decir, elaborar la historia mitológica con gran cantidad de detalles que no aporta la tradición. Las causas, los desarrollos y los efectos de los acontecimientos tienen que ser presentados directamente desde la perspectiva de los personajes mitológicos mismos; éstos ya no se reducen a ser meros objetos de narración, observación o comparación, sino que aparecen activos en el escenario, como personajes tridimensionales, presentados «desde dentro», con sus motivaciones, ideas, sentimientos, luchas interiores. Además, fuera de tales implicaciones propias del género dramático o teatral en su conjunto, funcionan los mecanismos de los subgéneros dramáticos: la tragedia, la comedia, la tragicomedia, el teatro menor, etc.
Al dirigir el drama mitológico a ese auditorio tan heterogéneo del siglo XVII – tan propenso a protestar cuando no le agrada la representación – el dramaturgo tratará de conseguir una identificación de parte del receptor. Varias técnicas concretas – digamos, de superficie – pueden servirle para conseguir una identificación inmediata. Harto conocido es el anacronismo que caracteriza el teatro mitológico del Siglo de Oro: los personajes clásicos se visten y se comportan como personas del siglo XVII, sirviéndose del lenguaje, de los códigos y de la etiqueta propios de la época. Son bastante frecuentes también las alusiones – anacrónicas – a la actualidad del momento. También se introducen a menudo ciertos recursos predilectos como el disfraz varonil, el uso del retrato como elemento generador de complicaciones, el contrapunto cómico del gracioso, elementos todos éstos que remiten a sistemas reconocibles. Otro recurso apropiado para unir la obra al mundo del receptor es la incorporación de versos o poemas conocidos (un buen ejemplo nos ofrece Hero y Leandro de Mira de Amescua, según veremos luego). Y cuando la historia mitológica es ya muy conocida o resulta hasta trivial por las muchas reelaboraciones posteriores, la literatura y el arte buscarán la innovación, la provocación, la inversión y la parodia: perspectiva que florecerá en el Barroco.
Por encima de tales factores más o menos externos que dictan sus leyes al dramaturgo barroco que se atreve a dramatizar la publica materies de un mito conocido, funciona el principal motor que impulsa la transformación del mito: la cosmovisión distinta de una época y de un espacio completamente distintos. Lasagabáster (1988), en un ensayo sobre este proceso de recreación o actualización, se sirve del término de transmitificación, que opone al de desmitificación:
La distinta cosmovisión y el cambio de perspectiva pueden afectar a todos los niveles que caben distinguir en la sustancia mitológica o en la obra teatral (es decir: el desarrollo de la acción, los acontecimientos, el desenlace, los personajes, el espacio, el tiempo, la cosmovisión y el ethos de los personajes, etc.), cambiando así la interpretación ideológica del mito o de algunos de sus aspectos. Interesante en este proceso de actualización o transmitificación es la integración y fusión de distintos sistemas mitológicos o míticos. Así el mito clásico puede ser explotado para crear o consolidar el mito político: buen ejemplo es el mito de Hércules, que ya desde la Edad Media ha sido explotado (en España y en otros países) para apoyar las aspiraciones políticas de algún monarca o alguna dinastía (cf. el mito de Hércules en la historiografía de Alfonso X el Sabio). En el Barroco, la mitología florece también en el teatro palaciego, en las fiestas reales calderonianas, donde el esplendor y el prestigio de los héroes y dioses paganos sirven igualmente de manifestación o legitimación del poder, para afirmar el mito de la grandeza de los Habsburgo6. En los autos sacramentales de Calderón vemos otro ejemplo de la integración de dos sistemas mitológicos: el clásico-pagano y el cristiano. En El divino Orfeo (en sus dos versiones), por ej., la mitología cristiana se impone a los personajes mitológicos clásicos, para confirmar con ello el mito del cristianismo y de la Contrarreforma. El mito clásico puede fundirse también con un mito social como el del honor y amor conyugal, como sucede en otra comedia sobre Orfeo: El marido más firme de Lope de Vega.
La comedia mitológica del siglo XVII se caracteriza así por una textura flexible, en la que operan varios discursos e intertextos de distinta índole, cuya polifonía, además de actualizar la materia clásica, hace vislumbrar – de forma explícita o callada – la percepción del artista barroco. A modo de ejemplo examinaré en breve desde esta perspectiva la comedia Hero y Leandro de Mira de Amescua7, para ilustrar el carácter creativo de estas comedias mitológicas barrocas, que sobre la base del mito clásico (o leyenda clásica) presentan una nueva construcción retórica, literaria, ideológica, psicológica, cultural, etc.
Las principales fuentes clásicas – versiones completas o extensas – de esta historia son Ovidio (Heroides XVIII y XIX) y el poema Hero y Leandro de Museo. Virgilio (Geórgicas, III, 257–263) y Horacio (Epístolas, I, 3, 3–5) aluden a esta historia y famoso fue, además, un epigrama de Marcial. El mito tuvo una feliz acogida en la literatura renacentista y barroca, pero la comedia de Mira de Amescua es, según parece, la única dramatización española del Siglo de Oro que conservamos8. La elección del mito de Hero y Leandro como base para una comedia es de por sí una opción por el tema de la pasión y la sensualidad9. El mito como tal presenta una apoteosis del amor y la pasión, de la juventud, que tiene su fin en una muerte temprana: un amor aplastado en las olas del mar del deseo. No obstante, siendo así que el teatro del Siglo de Oro permite (o propaga) la transformación de la materia mitológica (publica materies), la elección del mito no dice nada todavía de la percepción del mismo que el dramaturgo manifestará en su adaptación. Varios son los intertextos que se funden en Hero y Leandro además del mito clásico, que anunciado ya por el título constituye el fundamento de la obra. Mira de Amescua transforma esta base fundiéndola con muchos otros materiales. Se evocan varios otros mitos clásicos (como los de Venus y Adonis y de Píramo y Tisbe) que se enlazan así con el de Hero y Leandro. Y no sólo está presente el «Hero y Leandro» de los clásicos, sino que la transmisión posterior del mito resulta fundamental. La Historia de Leandro y Hero de Boscán – de la cual hay algunas reminiscencias en esta comedia – y los romances del siglo XVI sobre el tema habían provocado el tratamiento paródico de Góngora (los romances «Arrojóse el mancebito» y «Aunque entiendo poco griego») y de Quevedo («Hero y Leandro en paños menores» y «Esforzóse pobre luz»). Sobre todo Góngora está muy presente en la comedia de Mira de Amescua. En la primera jornada ya, en la descripción que el gracioso Floro da de Leandro, su señor (I, pp. 160–161), aparecen reminiscencias del famoso romance burlesco del poeta cordobés («atún», «charco», «media azunbre», la rima «azunbre» / «pesadumbre», etc.). Luego, en la segunda jornada, Floro informa a Leandro de las sátiras que dicen los muchachos de la calle («... satiras te an hecho / aquí en Sesto al arroxarte / a ese Elesponto», II, p. 182) y le canta estas coplas que resultan ser del mismo romance gongorino: «Arrojóse el mancebito / al charco de los atunes ...»10. En las escenas finales de la comedia, donde Leandro pasa el mar tempestuoso para morir en él, se cita el famoso soneto «Pasando el mar Leandro el animoso» de Garcilaso. Los versos de este poema, que canta el heroísmo del joven, están entretejidos en los sextetos-lira con los que Hero, Leandro y Floro, cada uno de su propio punto de vista, reaccionan al experimentar la trágica lucha del protagonista. Este juego intertextual de intercalar versos de gran popularidad en el momento más dramático de la obra y, a la vez, el correspondiente juego de perspectivas (amantes vs. gracioso) surte un efecto actualizador y desmitificador. La presencia de los poemas de Góngora y Garcilaso añade nuevos matices (burlescos, desmitificadores); su connotación semántica afectará en gran medida a la interpretación de la historia por parte del espectador.
Otros intertextos literarios se entretejen en esta comedia y resultan igualmente decisivos. Las características propias de la comedia barroca de enredo se proyectan sobre la materia mitológica, y, con ello, se introduce toda clase de complicaciones (rivalidades, engaños, malentendidos, disfraces, etc.) e intrigas secundarias que giran en torno al tema del amor y los celos. El amor tiene que enfrentarse con toda una acumulación de obstáculos y particularmente Hero resulta una «discreta enamorada» que sabe inventar industrias para poder unirse con Leandro. El contrapunto cómico que ofrece el gracioso – elemento indispensable del género – es otro factor decisivo para la interpretación de los sucesos y personajes por el espectador. Se observa también la influencia del culteranismo, que se manifiesta sobre todo en el estilo ampuloso de que suele servirse Leandro. Éste, además, muestra las huellas de una tradición de amor cortés ya trivializada, lo que contribuye también a su desmitificación o ridiculización11.
No menos importante es el discurso cultural y social de la época que se entreteje por esta textura: son las normas, las costumbres y los códigos propios de la sociedad española del siglo XVII los que condicionan el comportamiento y los diálogos de estos protagonistas mitológicos, que incluso tienen su conversación «a la reja». Por otra parte, María Dolores Tortosa Linde ha señalado reflejos de ciertas tradiciones propias del ambiente de Guadix en Hero y Leandro; para ello, remito a su trabajo incluido en estas Actas.
Gracias a tales intertextos de diversa índole que se entrejen en la textura de esta comedia y se funden con la sustancia clásica, la interpretación del mito cambia y la historia se actualiza, para acercarse más a la realidad del público receptor. Los protagonistas se humanizan, perdiendo su status de héroe legendario y transformándose en personajes de carne y hueso. Y además de la humanización, se observa una clara desmitificación, ya que no falta el contrapunto cómico: por la presencia del gracioso (para quien, por ejemplo, [H]ero es «buelto en latín yo seré» y «aquel futuro de Sesto»12) y por la intertextualidad burlesca (el romance de Góngora, algún verso de Quevedo, pero también la actitud del propio Leandro como amante cortés exaltado y algo ridículo).
Sin embargo, la originalidad y el interés poético de la comedia Hero y Leandro de Mira y Amescua no radica tanto, a mi modo de ver, en los aspectos de actualización y recreación que acabo de mencionar, sino en otro. Resulta sugestivo el énfasis en algunas imágenes y símbolos – como el simbolismo del espacio y del mar – que nuestro autor explota de forma impresionante. Con ello, se incorpora en esta adaptación desmitificadora otra dimensión mítica, que nos hace pasar de lo mitológico grecolatino hacia lo mítico universal.
El espacio – por muy anacrónico que se presente tal vez – es el del mito clásico: las dos ciudades Abidos y Sestos separadas por el Helesponto. Es Leandro quien al principio de la primera escena entera al público de la situación y describe las dos ciudades vecinas y enemigas, Abidos (de donde es Leandro) y Sestos (donde vive Hero). Mientras las dos ciudades (= lugar de civilización / sociedad) se describen por medio de sus alturas («aquella ciudad, que miras / en quien las torres se encumbran / amenazando a los bientos / nubes pardas y confusas / se llama Abido» y «Esta que miras, vecina / a estos montes, cuyas puntas / pirámides son que en ellos / sirven al Sol de colunas / se llama Sesto»), Abidos representa además para Leandro la patria y, a la vez, la madre a la que desea volver:
Leandro no parece compartir la oposición política entre Abidos y Sestos, la cual presenta como una realidad existente cuyas causas se le escapan («ambas por causas ocultas / se aborrecen»), insistiendo más bien en lo que une estas ciudades por encima del conflicto humano:
Para Leandro la realidad externa no se ha organizado aun en mundos opuestos; su percepción de la realidad es aun completa, unitaria, sin fragmentación. En estos momentos iniciales de la acción dramática los dos protagonistas se hallan aun lejos del amor. El primer acto nos ofrece, en las primeras escenas, la situación inicial de «no amar» y luego el cambio immediato: la entrega espontánea al amor por parte de los dos adolescentes. El paso de «no amar» al amor es representado como un cambio total, porque al principio Leandro se había declarado libre de amor («no amor ni zelos, que nunca / cautivé la Livertad, / ni las aras que perfuman / de venus e menester», I, p. 154) y Hero se había mostrado una discípula de Diana, aunque todavía es sacerdotisa de Venus:
La aspiración inicial de castidad de la protagonista se ofrece en parte en el poema de Museo, donde Hero es sacerdotisa de Afrodita, destinada por sus padres a la virginidad. Pero en varias comedias mitológicas encontramos el motivo (a menudo añadido por el dramaturgo) de un voto o una ley de castidad impuesta por una protagonista que luego tiene que enfrentarse con la pasión del amor13. Tal énfasis en el carácter esquivo del o de la protagonista respecto del amor tiene su efecto dramático, porque provoca tensión en el público (que, conociendo el mito, sabrá que el amor no tardará en anunciarse) y podrá ser punto de partida de un conflicto interior (Razón / Pasión) del personaje al enamorarse después. Pero en Hero y Leandro no se crea tal conflicto interior, no hay dilema ni dudas para los protagonistas. Al conocerse y enamorarse ambos reconocen que su actitud anterior fue equivocada, piden perdón por su error a la diosa Venus y se entregan a la pasión recién despertada. Mientras en la famosa comedia El esclavo del demonio del mismo autor el dilema de la Razón y la Pasión constituye una gran lucha interior que fundamenta toda la acción dramática, atormentando tanto a Don Gil como a Lisarda, en Hero y Leandro no se trata de semejante conflicto moral. La entrega a la pasión es más directa y más total, efectuándose sin escrúpulos morales o psicológicos. La obra dramatiza el primer contacto de unos jóvenes con la voz del deseo y la sexualidad; es el despertarse al amor y el nacer a la vida adulta. Es sintomática la insistencia en el motivo de nacer en la escena inicial. La acción se desarrolla durante la celebración de la fiesta de Venus y Adonis. Leandro mismo es identificado con Adonis: se le llama el «Adonis de Abidos» (I, p. 171). Adonis suele simbolizar el ritmo vital de la naturaleza; en su fiesta (de dos días) se celebraron la muerte y la resurrección respectivamente. La comedia presenta el mismo ciclo de la vida: nacer – en la jornada I – y morir – al final –, que será volver al seno materno (el mar). El motivo de nacer se repite varias veces en la primera escena: ésta se abre con un himno a Venus como «madre del amor» que «nació de las espumas»; luego Leandro evoca – en la ya citada descripción del espacio – Abidos como su «madre» y su «cuna». Para entrar en Sestos, donde conocerá el amor, Leandro tiene que pasar el mar (el Estrecho de Helesponto) y, una vez en el templo, vierte sangre matando al hombre que trata de prenderle. En estos episodios iniciales de la comedia – que sólo en parte se presentan en el poema de Museo – se enfatizan así, por la elaboración original realizada por nuestro dramaturgo, los síntomas de una iniciación sexual.
Nacidos al amor, los dos protagonistas no son sino encarnaciones del amor, de la pasión, la voz del cuerpo. Según hemos visto, no hay conflicto interior; no hay lucha de la pasión contra la razón. El conflicto – necesario para un desarrollo dramático de varios actos – tiene que venir desde afuera. Y aquí se manifiesta claramente la libertad con que el autor puede añadir episodios nuevos e inventados a la historia mitológica. A los obstáculos que le ofrece la tradición (la separación de los amantes por el mar), Mira de Amescua añade muchos otros de su propia cosecha: obstáculos típicos de la comedia de enredo (la rivalidad de otros amantes, confusiones, engaños, malentendidos) y obstáculos que corresponden a la realidad social del siglo XVII (la autoridad del padre o del hermano, que intentan a casar a Leandro y a Hero contra sus respectivos gustos). El conflicto político entre Abidos y Sestos que se introduce14, no influye mucho ni parece preocupar mucho a los protagonistas. Más embrollo es causado por la presencia de los demás (los rivales y parientes), que saben crear toda una intriga secundaria de amor y celos, confusiones y engaños. Así los protagonistas conocen la oposición del mundo alrededor de ellos, la sociedad que contrarresta sus anhelos íntimos de unión y plenitud. Y con ello se observa otra transformación desmitificadora. El heroísmo de Leandro, amante exaltado, se conserva (aunque se ridiculiza a veces), pero no resulta recurso suficiente para conseguir el amor. Porque el mundo social contrarresta esos impulsos de los jóvenes, porque la realidad circundante resulta conflictiva, se necesita, además del heroísmo, la industria: saber engañar, mentir. Es aquí donde Hero se nos revela como una «discreta enamorada», ingeniosa cuando se trata de burlarse de los demás para conseguir su amor. Hero y Leandro resultan personajes de comedia, más que personajes míticos o ejemplos morales. Pero bajo esta humanización y desmitificación se descubre, al mismo tiempo, una visión escéptica respecto al amor, que resulta menos perfecto y más bien contaminado por una realidad social. El mundo resulta conflictivo, enajenador y hay que manipularlo, y así actúan nuestros protagonistas, una vez nacidos al amor.
A la vez hemos señalado, debajo de los episodios convencionales – a veces serios, a veces burlescos –, la presencia de ese profundo y universal impulso humano: el anhelo de unión y plenitud, que inspira al hombre una vez nacido a la vida adulta y sexual y que busca – en vano – su realización en el amor humano. En la comedia de Mira de Amescua es el mar el que ofrece y simboliza la plenitud anhelada15. El mar como obstáculo que separa a los amantes está presente ya en el mito clásico, pero el autor explota el simbolismo del mar con mucho énfasis a través de toda la comedia. El mar resulta espacio simbólico y actante a la vez; con su carga simbólica y metafórica separa y une a los amantes. Varias escenas se desarrollan en la playa o en el mar como espacio de soledad, separado del mundo social y formal. Después de un breve momento de separación de los amantes a causa de los engaños tramados por los rivales, es el mar que reúne a Hero y Leandro (escena en barco), con lo que se les aclara la situación confusa. Preguntan al mar por su destino y el mar les pronostica que su unión no será sino en la muerte. Y es el mar (un mar «alterado» y «confuso», «... que al parecer / quiere esta noche rromper / los grillos que Dios le puso») que efectivamente les trae la muerte, que será la unión (cf. Leandro: «pues ‛Ero’ digo, cuando digo ‛muero’») y el retorno a la plenitud. La imagen expresada por Leandro en la escena inicial (cuna = sepultura) se repite en las palabras finales de Hero: «tálamo y sepulcro sean / esos peñascos que sirven / de pira al fenis de amor» (III, p. 210). La imagen del fénix (presente también en las escenas iniciales) como resurrección de la vida en la muerte se subraya, además, por el espacio, que después de la violenta tempestad y oscuridad vuelve a ser armonía y amanecer:
Mientras el desenlace de la comedia, a nivel social o exterior, es percibido como «gran desdicha» y «tragedia tan triste» (III, p. 211), a la vez es interpretado como un final feliz, porque a nivel individual o interior implica la unión anhelada: «dos amantes tan felizes / que murieron enlazados» (ibidem).
Resumiendo: Hero y Leandro resulta una textura construida a base de varios hilos, intertextos y tradiciones, cuya polifonía barroca revela – bajo una superficie de mito clásico actualizado, humanizado y desmitificado – una tensión que nace de un anhelo psíquico y mítico de volver a la plenitud original (maternal, mar) y una visión escéptica barroca con respecto al amor como realización de tal plenitud en el mundo social circundante.
1. Cf. Read (1990: 1–26: «The Structure of Repression in Renaissance and Baroque Linguistics»). Como señala El Saffar (1992: 863), «In sixteenth century Spain a combination of factors such as the growth of cities and commerce, the separation of home and workplace, the introduction of institutionalized schooling, the strengthening of a centralized monarchy, and the widespread practice of paternal despotism created the atmosphere necessary for the formation of the divided, masculinized subject. That divided subject, perforce alienated from the body, passion, and all else associated with maternal care is, above all, the product of specialized schooling (...) a picture that has ultimately to do with a separation of social structures from the rythms of nature and the exigences of the passions».
2. En otra ocasión ya he abordado esta problemática en relación con el tema de la castidad femenina: lo que se refleja en muchas comedias que se concentran en el tema de la castidad y el honor femeninos, no es únicamente la lección edificante de la superioridad de la virtud y la castidad (= moral oficial y dominante), sino que en ellas se manifiestan, a la vez, una problematización de ese orden moral y una erotización de la castidad femenina. Es decir que, mientras la estructura de superficie de la obra suele confirmar la jerarquía moral dominante (subordinación del cuerpo al espíritu) insistiendo en el exemplum moral, esto no excluye que bajo esta superficie se denote el innegable fondo de tensión que subyace a tal jerarquía privilegiada como norma vital. Cf. Walthaus (1993).
3. Las teorías del postestructuralismo y la desconstrucción cuestionan la idea de una unidad totalizadora, tanto a nivel del autor o lector, como a nivel temático y formal. Sin declararme discípula de una de estas teorías en particular, me veo influída por estas teorías actuales, como también por las aportaciones de la crítica feminista y psicoanalítica. Como ha señalado Stroud (1990: 21), el pluralismo nos ofrecerá una apreciación más rica de la literatura y cultura: «In literature, this devaluation of meaning from unified and totalized truth to multiple and dispersed interpretations, should be considered a sign not of weakness, but of strength. The presentation in a text of contradictory but equally compelling “truths” creates works that are both thematically and dramatically more interesting, more ironic, more unstable».
4. Cf. Ginzburg (1986) respecto de la pintura mitológica. Vale recordar, además, una observación de Stephen Orgel (1981: 264) acerca de los mitógrafos renacentistas, la cual me parece muy válida también para el teatro mitológico de la época: «The pressure is not toward spiritualizing the physical, but toward embodying and sensualizing the moral and abstract» (la cursiva es mía) y – añado yo respecto de las comedias mitológicas – «embodying and sensualizing» la problemática del ser humano y su relación conflictiva con la realidad externa que le toca vivir. En relación con ello, véase también Orozco (1975: 50–51).
5. «Historical material had the same status as myth (...) both depended – indeed still do depend – on an audience's willingness to assimilate the portrayal of a familiar story or personage to the knowledge it already brings to the theater. (...) In publicly known matters, reality or plausibility exists essentially within the consciousness of the audience» (pp. 1–2).
6. Véanse Neumeister (1978) y Greer (1991).
7. Me sirvo de la edición de Moya del Baño (1966: 150–211).
8. Para la transmisión del mito y su recepción en España, véanse Frenzel (1976), Cossío (1929), Menéndez Pelayo (1945), Moya del Baño (1966) y Welles (1986). Lope de Vega menciona una comedia suya sobre el tema en El peregrino en su patria; Agustín Durán menciona otras dos comedias, pero todas ellas se desconocen (Moya del Baño 1966: 132).
9. En El esclavo del demonio Hero y Leandro son evocados (con Píramo y Tisbe) como encarnación del amor apasionado (I, vv. 196–197).
10. Sobre este poema gongorino, véase Welles (1986). Una comparación más detallada de Hero y Leandro de Mira de Amescua con los poemas de Boscán, Góngora y Quevedo se halla en el trabajo de María Dolores Tortosa Linde incluido en estas Actas.
11. Cf. Leandro: «allas otro del que a sido, / porque adoro, amo y deseo / fuerza fue amar quando vi / nueva Luz de este emisferio» (I, p. 157); «Eso no, porque he de ser / el amante más perfecto / del mundo...» (III, p. 195); y Hero: «... un amante cortés / con amor onesto es / campo que al sol reberbera» (II, p. 175). A la retórica de Leandro reacciona Hero por ejemplo: «a tal encarecimiento / que casi son marabillas, / no hay réplica llega sillas, / onrrad, señor, este asiento» (II, p. 176) y «Suelen dezir que no ay mucha / rrétorica en el amar» (II, p. 177).
12. Jornada I, p. 164.
13. Por ejemplo, en Dido y Eneas de Guillén de Castro (y refundiciones), Los áspides de Cleopatra de Rojas Zorrilla y las comedias sobre las Amazonas de Lope y Tirso.
14. Tal enemistad política no aparece en el poema de Museo. Frenzel (1976: 231) observa: «La insuficiente motivación para la conservación en secreto del amor, no ha podido impedir, que la literatura se sintiese atraída continuamente por el encanto melancólico de esta historia de amor; Ovidio insinúa la oposición por parte de la familia de Leandro.» El motivo de dos amantes separados por enemistad política o familiar es, no obstante, motivo conocido en muchas historias de amor (la de Romeo y Julieta como la más famosa) y aparece también en El esclavo del demonio.
15. El mar representa el principio femenino, el objeto original del deseo. Cf. Cirlot (1981: 298) sub «mar»: «Su sentido simbólico corresponde al del ‛océano inferior’, al de las aguas en movimiento, agente transitivo y mediador entre lo no formal (aire, gases) y lo formal (tierra, sólido) y, analógicamente, entre la vida y la muerte. El mar, los océanos, se consideran así como la fuente de la vida y el final de la misma. ‛Volver al mar’ es como ‛retornar a la madre’, morir».
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